El príncipe Leonard Cohen
Luis Eduardo Aute, Benjamín Prado, Felipe Benítez Reyes y José Luis Rey homenajean al poeta
Publicado en EL CULTURAL el 21/10/2011
Poeta y cantor, Leonard Cohen (Quebec, 1934) recibe hoy el premio Príncipe de Asturias de las Letras como reconocimiento a una trayectoria que ha marcado a tres generaciones de poetas, tiznadas por su inspiración, su deje melancólico y su devoción lorquiana. El jurado mencionó también la creación de un imaginario sentimental en el que música y poesía se funden “en un valor inalterable”. El Cultural ha invitado a cuatro de sus más íntimos seguidores (Luis Eduardo Aute, Benjamín Prado, Felipe Benítez Reyes y José Luis Rey) para que expliquen las razones de su pasión coheniniana y nos regalen poemas inéditos dedicados al poeta canadiense.
Deuda impagable
Luis Eduardo Aute
No me importa que haya quien me considere el leonardcoheniano de cabecera. Cohen es un excelente escritor a través del cual se ha reconocido, al fin, la importancia de la canción como género literario. De Dylan al ultimísimo cantautor, todos estamos en deuda con él, porque parecía que la canción era un subgénero dentro de las artes, algo así como la hermana menor, la desahuciada, comparada con la pintura o la poesía. Es un excelente poeta en el que se reconoce la canción como género literario que semerece entre las demás artes.
¿Como comenzó todo? Lo descubrí en los primeros años 60, quizá en 1961 ó 1962: fue entonces cuando escuché canciones suyas de lo que sería su primer disco, Songs of Leonard Cohen (1967), en el que ya estaban presentes clásicos como “Suzanne”,“Sisters of Mercy” o “So Long, Marianne” . Luego fui a varios de sus recitales, y tuve el privilegio de compartir el mismo escenario en el Palacio de Deportes de Madrid en el año 85 ó el 86, no lo recuerdo muy bien, aunque un par de meses antes, en la galería Vandrés, en una exposición de Warhol, pude conocerle en una muestra de variaciones sobre Cruces y pistolas. Allí nos presentaron, y le entregué el disco que acababa de sacar, Templo; él me dió I'm your man, hablamos de poesía y de pop-art.
No me atrevo a asegurar que hoy su influencia sea evidente en los jóvenes poetas, pero sí que ha influido en grupos y solistas underground, que lo tienen como referencia. Su universo lorquiano, pasional, mágico, amoroso, es muy afín a una cierta liturgia poética.
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El tiempo de L. C.
Felipe Benítez Reyes
Leonard Cohen ha conseguido reducir su voz a un susurro hipnótico. ¿Por merma de facultades? Sí, pero quizá también por privilegio de su destino: su voz es algo que está ya por encima de la voz, algo que ha logrado convertirse en la metáfora frágil de sí misma, en una fantasmagoría, purificada. Es la salmodia penumbrosa del superviviente, con su traje gris de empleado discreto de funeraria, con su borsalino de hampón dandístico, con su figura descoyuntada de anciano arrullador de batallas antiguas del sentimiento, galán en sus ocasos triunfales, con su sonrisa beatífica propia del monje budista que es, conocido en los monasterios del ramo como Jikan Dharma, que significa el silencioso.
Cohen sale al escenario con pasos alegres de duendecillo del país de las tinieblas amables. Se arrodilla. Junta las manos en gesto de plegaria. Se destoca. Sonríe. Da las gracias. Empieza su conjuro. Sus canciones nos llegan desde muy lejos: los adolescentes de los 70 del siglo pasado que tocábamos la guitarra teníamos un repertorio de estándares en el que no faltaba “Suzanne”, aunque con cierta licencia en los arpegios, porque éramos aprendices y había que esquematizar los alardes. Aun así, aquella medio chiflada seguía ofreciéndote té y naranjas de la China. Y el Cristo -abandonado, casi humano- permanecía en su torre solitaria de madera. Y aprendías a buscar entre la basura y las flores. Y el sol caía de lleno, como una miel, sobre la dama del muelle. Etcétera. Y nosotros, en fin, bailábamos aquello con las niñas, en la noche artificial de las fiestas tempraneras de los sábados.
Ha pasado el tiempo y ahí siguen sus canciones, más intensas aún porque se han aliado con el tiempo nuestro, con el tiempo de adentro de cada cual, con la historia de cada uno. Estamos en ellas. Conmueve este Cohen de postrimerías. Tan roto y tan poderoso. Tan de cristal y tan irrompible. Tan sujeto a la música por casi nada: por la exactitud temblorosa de la emoción, que es a fin de cuentas el todo. Este Cohen oferente y educado, con su espectáculo grandioso de susurros. Este Cohen que, con apenas cuatro notas básicas, ha sido capaz de escribir canciones que son historias, historias que son poemas, poemas que son música, música que es un himno de intimidad.
Este trovador dulzón y oscuro, amargo y luminoso, con su lentitud interior de emocionado reflexivo, con su voz a media voz, con su porte de vendedor honrado de diamantes, de hombre hecho serenamente al encogimiento de hombros y a las fatalidades prodigiosas que nos depara el mundo, como un personaje escapado de una página de Isaac Bashevis Singer, este Leonard Cohen, decía, parece venir desde muy lejos cuando sale al escenario y se destoca. Parece venir de un tiempo invulnerable al tiempo, de una intemporalidad mágica en la que los sentimientos son inmortales, mientras nosotros vamos de paso por aquí, acogidos a la indefinición y a la fragilidad, y alguien baila ante nosotros con un violín en llamas.
Los mirlos
Ahí los tienes:
la orquesta de los pájaros miméticos,
su falsificación aleatoria
de ruidos robados al azar,
sus trinos de fantoches aplicados.
Ocultos en las ramas,
fugados al calor de primavera,
con su negrura de augurio,
con su memoria de organillo mecánico,
leyendo partituras
escritas en el aire,
su ser para la nada,
su canto cristalino y cacofónico,
conforme al algoritmo del quién sabe,
payasos musicales portentosos,
tensando la mañana con el arco
de su garganta pura y desquiciada.
Ahí los tienes de nuevo, y aquí tú:
los artesanos de lo etéreo,
nuestras alas de cera,
el canto dado a nadie
y porque sí.
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El salvoconducto
Benjamín Prado
Conocí a Leonard Cohen en el año 2001, en un hotel de Madrid donde iba a hablar con él, por encargo de una revista musical, de su disco Ten new songs. Le gustaron tres cosas: que mi canción favorita fuese “Alexandra Leaving”; que le regalase un cd en el que le había grabado las dos interpretaciones en directo que Bob Dylan hizo de su canción “Hallelujah” y, especialmente, que en lugar de llevarle alguno de sus álbumes para que me los dedicara, le llevase uno de sus libros de poemas, La caja de especias de la tierra, y su novela Los hermosos vencidos. A mí de él me gustó todo.
Hablando con él de literatura, de música y de la vida en general, te dabas cuenta de que mintió dos veces cuando dijo que era un escritor que se hizo cantante al oír a Dylan y pensar que él también podía hacerlo igual de mal: la primera mentira es que Cohen canta imitando su propia voz, y de hecho cuando hablas con él parece que pudieras bailar lo que dice a ritmo de vels; la segunda está en el pasado del verbo: Cohen no era escritor, lo ha seguido siendo con o sin guitarra en la mano, en prosa o en verso, porque la raya de salida de todo lo que hace está en la poesía. Para cualquiera que intente escribir una canción que se pueda leer, Cohen no es una influencia, es una obligación. Si no tienes su sello, no pasas la frontera.
Cuando esábamos en Praga escribiendo las canciones de su disco Vinagre y rosas, Joaquín Sabina leyó en un periódico unos versos de la canción de Cohen “Everybody knows”, y se vino abajo: “Quememos todo lo que hemos escrito, porque jamás vamos a llegar a esto.” Y yo le contesté: “Al contrario, vamos a escribir una canción que le hubiera gustado escribir a Cohen.” Hicimos “Virgen de la amargura”, en la que se dicen cosas como: “La guerra ha terminado,/ yo vengo a arrodillarme ante tu cama./ Te rezan mil soldados / y el palacio está en llamas,/ tu general arría mis banderas, / las fieras entran en la catedral./ El rey murió en el campo de batalla,/ la reina se ha pasado al enemigo,/ yo no me cuelgo más que la medalla/ de no saber contar menos contigo.” No sé cuánto nos acercamos al maestro, pero él está dentro de esa canción.
Mientras conversábamos en aquel hotel de Madrid, Cohen me pedía que encandiera cigarrillos y se los pasara cuando no lo vigilaban sus ayudantes, que no le dejaban fumar, y me contaba alguna historia que hubiera detrás de cada una de las canciones o una conversación con Dylan en París, en la que él le explicó cuánto había tardado en escribir “Hallelujah” y el otro le respondía que él en componer “I and I”, que a Cohern le había interesado mucho, gastó “unos 29 minutos”. Y luego le regalé un par de libros míos traducidos al inglés y nos hicimos una foto juntos. No me hace falte mirarla para ver la manera en que ese hombre vestido de negro brilla con todos los colores de este mundo. O sea, que es idéntico a todo lo que escribe.
Segunda Carmela
Carmela, nunca mires
las lágrimas en blanco del hipócrita.
No permitas a nadie reemplazar
tu vida por la suya.
No eches de menos cosas que no puedan volver.
No hables con los que creen que sobran las palabras.
No mezcles los recuerdos con los planes.
Cuenta a los otros sólo lo que sean
capaces de callar.
Escucha a los que advierten, huye del que amenaza.
Recuerda que tendrás que correr mucho
para poder salir de la carrera.
No sueñes al dictado.
No sigas las campanas.
No preguntes por gente que esperas que te olvide.
Carmela, este poema sólo quiere un final:
Han pasado los años; hace mucho que el viento
aúlla como un lobo transparente
en mi casa vacía,
y una noche,
en un lugar donde alguien
nada en el mar o alguien cava en la nieve
igual que si buscase el corazón del frío,
piensas en mí
y acabas esta historia:
-Tal vez de algunas cosas me arrepienta
pero no me avergüenzo de ninguna.
Escribe tú eso entonces y yo seré hoy feliz.
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El espíritu de la belleza
José Luis Rey
Cuando trabajaba como profesor en Almería, al volver a Córdoba, en un largo viaje en coche, aprovechaba para escuchar las obras completas de Leonard Cohen. El paisaje, el paso por los puertos de Granada, la nieve, los largos campos yertos, todo se ondulaba bajo el peso suave de sus canciones. Bob Dylan y Cohen eran la banda sonora de mis viajes; dos poetas, dos artistas con mundo propio y con algo que decir. Y cómo lo decían. El coche avanzaba y el cálido oleaje del cantante convertía la cabina en una leve barca y yo pensaba que, al igual que Mallarmé soñó el mundo con la meta de desembocar en un libro, Cohen había concebido sus poemas para que despertaran en hondas y estremecedoras canciones.
En concreto, el poema de Lorca Pequeño vals vienés cobraba una dimensión nueva, esplendorosa: parecía que hubiera estado esperando siempre esa música, y no otra; que Lorca no podía sonar de otra manera. Muchas han sido las ocasiones en que he vuelto a escuchar a Cohen, pero ninguna con mayor intensidad que en aquellos viajes. Varios son los poemas que he escrito sobre música y sobre el acto, tan poético, tan entregado, de oír. En sus Sonetos a Orfeo Rilke nos dijo que quien escucha crea un templo en su oído. En el templo de mi oído Cohen es el gran sacerdote, junto a los Beatles, Bob Dylan o Duncan Dhu.
La música de Cohen tal vez no sea divina, como la de Bach, pero es profundamente humana: Shelley, en el fragmento V de su Himno a la belleza intelectual, celebró que lo más divino encarna en lo más humano; que entre los muebles enormes y por los pasillos de la infancia vamos siempre detrás del ideal, detrás de los sueños que encarnan solamente en los despiertos de esta tierra. Qué cercanía veo ahora entre Shelley y Cohen: Suzanne y su locura amable, el partisano, Marianne y la larga despedida, las Hermanas de la Caridad, la Señora Medianoche...
También en sus poemas no cantados, cuya difusión entre nosotros hay que agradecer a la editorial Visor, leonard Cohen eleva un mundo de resistencia moral sirviéndose de instrumentos muy propios de la tradición anglosajona, como son la ironía y la imagen sorprendente. Inolvidable es, por ejemplo, su poema “La reina Victoria y yo”, del libro Flores para Hitler, o aquel otro de La energía de los esclavos, que se titula “Escuchando en todas las esquinas,” donde irónicamente habla del poeta como el elegido para perfeccionar a todos los hombres. En este sentido, creo que el maestro de Cohen bien pudiera ser Auden: del inglés tomó el canadiense el uso magistral de lo irónico y lo turbador. Todos los poemas de Cohen responden al afán de hacernos abrir los ojos y dejarnos como recién salidos de un sueño, un largo sueño, un largo viaje en coche, escuchando el espíritu de la belleza, sabiendo que siempre somos pasajeros.
Suzanne en la bañera
La muchacha que no sabe quién eres
te toma de la mano y baja al río.
En los tejados hay bardos noruegos
y no recuerda el carpintero que
anduvo sobre el mar.
En el sueño de los mormones
hay torres de madera y rosas y estallidos
del verbo en espiral, el que esperábamos
con los abrigos puestos
en la verde nevada de la muerte.
Susana sin los viejos,
sin los idos con ojos eleáticos
de donde fluyen mapas cuyo centro eres tú,
tú, muchacha desnuda entre los sordos.
Adiós, mi partisana, mi país
perdido, mi frontera.
El agua se evapora porque es música.
Te amé. Bien sé por eso
que no puedo morir.
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Mi Leonard Cohen
José Manuel Caballero Bonald
Confieso que quedé bastante sorprendido al saber que Leonard Cohen había obtenido el premio Príncipe de Asturias de las Letras, pero enseguida acabé por considerarlo de lo más natural, sobre todo teniendo en cuenta las últimas directrices geopolíticas de ese premio. Entonces, recordé cómo me lo descubrió, hace ya mucho tiempo, Luis Eduardo Aute, que era, que es, muy devoto del cantautor canadiense. No pensé entonces que lo importante de él fuese su poesía, sino que se trataba simplemente de un cantante muy atractivo, de lo mejor que había oído en su género.
Después, he escuchado algunos de sus discos, pero confieso que he sido un lector deficiente de su obra y no he asistido, que yo recuerde, a ningún recital suyo. Por eso me temo que mi admiración por Cohen jamás ha ido mucho más allá, porque no he pasado de ser un discreto oyente de sus discos y apenas si recuerdo el tono general de algunos de sus libros, de los tres o cuatro que publicó Visor en traducciones más o menos aceptables. Además, ya se sabe que las canciones de Cohen son más bien taciturnas, pesimistas, muy acordes con esa voz suya espesa, grave, bastante monocorde...
En su temática amorosa o de reflexión moral siempre se filtra una especie de sarcasmo dramático muy bien dosificado... En cambio, reconozco que ha hecho un gran trabajo reinterpretando a García Lorca, más allá de los tópicos. Ha sido un buen intérprete de Lorca. Al menos, la versión que yo conozco del "Pequeño vals vienés", de Poeta en Nueva York, es muy certera. La voz ronca, oscura, se adapta muy bien a la tonalidad del poema.
En realidad, me interesa sobre todo el personaje, ese judío medio errante que ha vivido muy a fondo ciertas experiencias claves del último medio siglo y ha sabido adoptar una postura crítica frente a la sociedad, frente a la vida. Me agrada la dimensión irónica de sus canciones amorosas, el turbio tinte religioso o moral en que se enmarcan.
Su poesía, en cambio, me cae un poco a trasmano. Hablo de su poesía como tal, de su obra poética al margen de los traspasos musicales. Comparto su ironía, su sentido del humor, su mordacidad, su enfoque crítico de la vida, pero su sistema expresivo no coincide del todo con mis predilecciones estéticas. Y reconozco que ha sabido ganarse a un buen puñado de admiradores porque ha sabido conectar muy bien con el lector contemporáneo, sobre todo a través de su innegable y oportuno ingenio comunicativo.
© EL CULTURAL
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