Invisible.
Había llegado a los cincuenta años de manera invisible.
Invisible para su marido, invisible para sus hijos; una invisible que hacía que su casa permaneciera siempre visible. Invisible para el trabajo fuera del hogar desde el segundo parto; invisible para tomar el café con alguna antigua amiga: Invisible.
Su habitual samsara se completaba, puntual, con el ciclo diario de los gestos establecidos por el tiempo, las palabras acordadas por la erosión del silencio, la educación forjada por el establecimiento de la dejadez del cansancio. En esa rueca tejía la cápsula donde albergar una sonrisa íntima para acariciar su sombra.
Acostumbrada, como la piel descuidada al frío, encontró alivio en los programas de confesiones televisivas ante los que, muda, desarrollaba un ejercicio de comparación entres aquellos testimonios y su propia realidad. Ahí empezó a oír términos lejanos para su realidad: sms, chat, ciber... y tan próximo a la de sus hijos a los que había oído mencionar esas palabras en alguna ocasión cuando hablaban delante del ordenador, un aparato más al que la única función que la había encontrado era, hasta el momento, limpiarlo.
Conocidos los términos, apareció la curiosidad y tras ella el impulso a satisfacerla; y, tras ese paso, el deslumbramiento por lo nuevo. Un chat y alguien que te entra en privado; y un ¿qué tal? y un ¿de dónde eres?, y otro privado; la confusión de la visibilidad en el anonimato.
La soledad doméstica se difuminaba con la nueva ventada donde los amigos fluían con facilidad. Una cuenta en msn y un espacio más privado donde la intimidad se abría; ¿tienes foto? y la piel parecía resucitar, ¿cómo estás vestida?, abandonando pudores y vergüenzas.
(Problema matemático.-
Resuelve la siguiente adición:
tiempo + soledades + alivio + nuevas amistades + bromas + deseo de huir + cibercoqueteo + ganas de sentir = ¿?.
La respuesta es: UNA CITA.)
Y ahí estaba, con la ropa nueva que había comprado a espaldas de su invisibilidad, ante el ventanal de la cafetería donde se había citado, al otro lado el hombre. Ella sonrió.
Invisible en su hogar, invisible a marido, hijos y vecindario. Invisible ante los programas de confesiones, ahora, frente al televisor, cuando hablan de sms, chat, msn o ciber, se hace un poco más invisible, mira de reojo al ordenador y se dedica una sonrisa invisible a los demás.
© ANTONIO LINARES FAMILIAR
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