Cada noche de invierno era un monólogo con la escarcha que devolvía el sonido de los pasos sobre el quebradizo hielo, como si la oscuridad despertara en cada huella y escapase al doblar una esquina.
El aire, inmóvil bajo las luces de la calle, buscaba plegarse sobre sus hombros.
En el camino, con manos inquietas, sacaba tiempos del bolsillo, alguno deshilachado, otro enhebrado en algún cabello demasiado largo para ser suyo; cada uno con su color, tintado por diferentes soles, todos desprendidos de la edad ceñida en su ropa, igual que el musgo busca los nortes, y al caer tras él devuelven su eco al chocar contra la nada.
Caminaba despacio, siempre de regreso, pendiente de alguna luna, de toda sombra, la suya, enredada en el adoquinado; caminaba despacio, siempre de regreso, con la obediencia que imprime la rutina; hasta que bajo el arco de su puerta sus pasos se injertaron con otra sombra, más pequeña, sentada, ajena al frío, de la que nacía una mirada desde el olvido, desde la infancia, la suya.
Como el brillo de un acero a contraluz, la noche se clavó sobre su espalda, inclinó su figura hacia aquella mirada de su niñez, tomó su mano, se reconoció en ese tacto de albor, y amagó con una sonrisa, mueca de alivio.
Aquella noche de invierno, fue un diálogo sobre la escarcha que guardaba el sonido de los pasos sobre el quebradizo hielo.
Tras la puerta, dos sombras unieron sus tiempos para alejarse entre la memoria.
ANTONIO LINARES FAMILIAR
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