Tierra de Ahulema

Tierra de Ahulema

lunes, 15 de noviembre de 2010

DE UN ESPACIO EN UN TIEMPO

Joachim Mörtem, de profesión agrimensor en parajes próximos a la taiga, debía su pasión, rayana en lo obsesivo, por los países meridionales a la lectura, compulsiva, durante sus años universitarios de la Nova Cartographia de Andrea Groendig, explorador flamenco del siglo XVI que describía en su obra un lugar de costumbres propias de pueblos que abandonaron su destino, habitado por seres ajenos a cualquier convivencia y entregados a la más oscura tradición del olvido, un territorio barrido sin descanso por un aire cálido que lacera la voluntad de hablar de aquellos que caminan por sus tierras. Ese país así descrito quedó grabado en las aspiraciones viajeras de Mörtem y desde esos momentos quiso descubrir su propia visión de aquel lugar narrado.

Con los años y mucho tesón fue preparando su viaje en solitario, preparó el encuentro con la información relatada en aquel libro, un periplo que le llevaría desde el norte para aventurarse en la hosquedad y el desarraigo del paisaje.
Alcanzó el destino con su mirada septentrional sobre la que quería imprimir las escenas que confirmaran su referente bibliográfico. Los siglos habían pasado y con ellos la modernidad entró en estos lugares, si bien aún parecía reservar un sentimiento que corría en forma de brisa para llevar inquietud a los escasos forasteros que los visitaban, todo bajo el sonido de un silencio que parecía querer someter la voluntad de los habitantes de ese lugar.
Todas esas primeras impresiones quedaron marcadas en el ánimo del viajero e hicieron germinar en él el concepto auténtico de soledad. Estas impresiones se vieron agravadas por un acontecimiento de poca importancia, un hecho, un instante fortuito que hizo amanecer un mundo de sensaciones aterradoras que no se deben sepultar en el olvido.
Mörtem había empezado su segunda excursión dejando que fuera la apetencia del instante la que decidiera qué ruta seguir. Caminaba con despreocupación recorriendo el poblado cuando, en ese minuto en el que el sol se encontraba en su más alta verticalidad y diluye todo aquello que permanece bajo su imperio, descubrió la soledad de un edificio, aislado, como un cuajarón de olvido, del resto del pequeño núcleo de viviendas que conformaban el pueblo, casas de piedra agostada y ladrillo deslucido, coronadas de parduzcas tejas, casas que parecían ignorar, al igual que sus moradores, la exenta construcción de la que, entre la herrumbre del cartel, aún se podía leer el nombre del lugar sobre la cenicienta pared que encaraba al occidente.
Anclada a la orilla de las vías muertas, devoradas por ortigas y abrojos dispuestos allí por el calculado azar que la naturaleza dispone en sus acciones, varada al margen del oxidado ferrocarril, que de norte a sur dividía el horizonte entre el éxodo y la soledad, se izaba la antigua estación, como constancia delo que fue y no volvería a ser.

Edificación con el espíritu debilitado, donde las piedras que componían su estructura parecieran cansadas de soportar el interminable transcurso de los días, y, hartas de ser historia, desearan convertirse en escombros.
En ese escenario Joachim Mörtem creyó ser pasajero de la nada; miró su reloj como si comprobara la tardanza de un tren imposible, una sombra de luz pareció estrellarse con invisible violencia contra la palidez de la esfera: "espacio contra tiempo" - pensó. Realidad tras sombra. En su caminar rodeó el lugar buscando, con curiosidad un lugar por donde entrar, mas la mano del último hombre que de aquí había huido, cegó puertas y ventanas transformando aquel lugar de paso y reunión en fortaleza de aislamiento con la faz desgarrada por el abandono.
Sin entrar, Mörtem sintió, en la brisa que le rodeaba, instantes de vida que allí se celebraron, diálogos entre trabajadores, el vendedor de billetes, pasos arrastrados en la sala de espera, el murmullo en la cantina y el cambio de agujas. Escenas como las que allí tuvieron lugar parecieron querer volver a vivir en él. Enraizado en ese entorno que le atrapaba con invisible fuerza, Mörtem se sintió parte de todos ellos, lloró en las despedidas y en los reencuentros, corrió y caminó, habló con quienes creía reconocer. Todo allí guardado, con miedo a disolverse en la memoria de la indiferencia, quiso recuperarse en él. Mörtem sufría como aquello brotaba en su piel para luego convertirse en piedra, tumba que todo cubre de silencio para quebrarse con la fragilidad de un sueño.

Todos ellos, rostros que existieron, voces que hablaron, fueron silenciados por el rumor, ya familiar para él, de una brisa que parecía haber callado todo, haber olvidado todo, mientras arrastraba al recuerdo de un lado a otro del camino.
Encorvado y aterido, súbitamente envejecido, reinició su viajar, ahora huida, cuando el sol había dejado de azotar la fachada de poniente y la noche comenzaba a cubrir sueños y vigilias sembrando de temores y desvaneciendo ilusiones teñidas de cansancio. A su espalda abandonaba la existencia de aquella construcción que parecía justificar su no existencia.
Ahora Joachim Mörtem corría tras su sombra, tras su presente, acompañado de la certeza de que la irrealidad, siempre, es un atributo de lo infernal
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© ANTONIO LINARES FAMILIAR

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