He navegado como Ulises por el noble mar que separa,
con titánica sonrisa de obediencia al azul,
la isla del último adiós, donde se inclinó mi mediodía,
y el necesario poniente, dulce por una gloria que sangra.
Sobre la rosa de los astros, siete vientos, atónitos, dejaban
que sólo uno exultase, el decretado para el retorno.
Si el magnánimo héroe durmió en la popa segura
más hondamente que por vino o por muerte,
se cuenta como los ojos de los marineros reales lo vieron:
el trabajo interior, él lo supo y los dioses, por lo que yo sé de mí.
Oh ¡qué desnuda era, y cuán abandonada,
la fe que a mi favor unió los dos mundos
que a un lado y a otro de la sombra me solicitaban!
No por el fin atraída, sino virginal a un impulso
que desde mi aventura innumerable y desde mis propias
raíces me atravesaba: al igual que dentro
del vivo vientre el ser que allí se forma es todo crecimiento
con las puras fuerzas originales y no es suyo el destino
que lo empapa y lo empuja igual que una crecida
de aguas antiguas, hasta que ha nacido y llorado y visto;
y solamente entonces le pertenecen ya nuestras palabras
«despierto» y «dormido». Entre nosotros, humanos,
¡dioses!, las palabras son sólo para entendernos, no para entenderlas:
son el principio, apenas una señal del sentido.
Parecen precedernos camino del misterio y nos dejan oscuros
delante de un brocado, tristes a un eco que huye.
Necesitamos la llave secreta: un recuerdo que viene de vosotros,
¡dioses!, y que no nos alcanza hasta que hemos llegado;
quizás tal comparación, que nos caía de súbito como una piedra
brillante en las manos, dura en su fría virtud,
y que guardábamos con otras triviales hasta estar en la viva arena
al extremo de la mar — ¿repatriados o llegados?
¿Cómo decirlo, hermanos, si ignoro si hablo con vosotros?
¿Ni tan siquiera os hablaría? Estoy en la espera de un dios.
Entre el silencio y el corto suspiro de una onda tranquila
— una señalada en el tiempo, para mí solo en el tiempo
anterior a la noche — lo tendré de pronto a mi vera,
simple y juvenil, reconocible fácilmente
por la mano, conocida invisible sobre mi espalda:
mi dios parcial, que me ha elegido en su orgullo
hasta la injusticia —digo yo. Me dará para los demás
el aire de un mendigo paciente en los portales.
Él y yo solo sabremos qué tesoro, que yo llevaba, guardaremos:
no los diamantes del grito y de la presa y del fuego
(tú los posees, negra espuma): de mis días de errar y de conocer
uno solo he salvado: el que me salvaba; y dentro de él,
como las figuras por gracia escogidas que llenan los sueños,
el tan diverso amor de los que por mí a mi paso,
por lo que de ellos me daban han llegado a ser un poco más
lo que eran; y todo aquello que he comprendido en el estrecho.
¡Oh tesoro, tan real que podría contarlo y seleccionarlo!
Pero mientras no sea rey de mi última paz,
lo guardarán para mí las ninfas gentiles que tejen con lenta trama
de púrpura y cristal las pertinaces urdimbres de las invisibles
corrientes, dentro del sombrío taller subterráneo
donde la abeja del yermo va, deslizante, a construir la colmena.
¡Ítaca, reino pequeño, conozco la cueva profunda!
Olivar arriba, fuera del camino, en la rocalla; cerrada y sutil como la hora
de un solo pensamiento, para entrar en ella se precisan
una frente humilde bajo el dintel y un salto.
de Las elegías de Bierville
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