El sol estaba alto, en el punto del mediodía, cuando clava su calor con toda la rabia.
Bajo esa hora, en un barrio periférico, urbanización de nueva construcción, como la costumbre de vivir allí, un hombre soportaba la intensidad estival en la que todo parecía sometido al zumbido de las moscas.
Parecía huir, buscaba una esquina de sombra dentro de un jardín abandonado a una doméstica naturaleza en desorden.
Allí depositó el cuerpo de un niño, en un hueco descubierto al césped agostado, al píe del muro que limita su parcela.
- No debiste hacerlo - decía convencido - mira que te lo había advertido. No hiciste caso. Tantas veces como lo intentaste te avisé de que algún día te arrepentirías de saltar la tapia.
Medio cubierto de tierra, el niño no respondía. Su aliento había quedado atrás, una hora antes. En ese momento, una línea roja, seca, atractiva para los insectos, le resbalaba por la sien derecha.
- Te había avisado, te lo había repetido mil veces y acabaste con mi paciencia: nunca vengas a buscar la pelota porque te ibas a arrepentir.
© ANTONIO LINARES FAMILIAR
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