RAZONES Y VISIONES
Las manos entrelazadas sobre la mesa, apoyo la cabeza y observo el horizonte a través del vaso. El hielo marca las siluetas en su plano real; el ocre del whisky me permite entrar en voces que, bajo lluvias centenarias, reclaman mi persona para forjarme. El aliento de tabaco guarda novilunios mientras almaceno desgarros en el paladar a cada sorbo de horas.
El frío exterior se ha prendido en mi alma, apuro el vaso, uno más, abandono el aliento de la soberbia y arranco la máscara del gesto airado.
Observo rostros en el fondo del cristal, mezclados con posos de alcohol que ofrecen una bruma de brillo a los momentos compartidos.
Relaciono aquellas miradas de gesto convexo, las enumero en vacíos y las guardo en un último sorbo que vierte amargura sobre la espalda.
Supongo que no recuerdo porque bebo.
En una esquina del velador, un vaso caído, el licor cae de la mesa como si su mármol llorase (una, dos, tres...) gotea contra las pisadas del suelo.
La ceniza se agota entre los dedos y el humo funde mis labios con nombres que la memoria no menciona; el aliento parece perderse en el vacío del vidrio arrastrando mis ojos entre sus formas.
Busco aliento. La piel parece desprenderse de mi ropa y recorrer el mármol del velador y sentir esas otras pieles.
Repito el gesto, el camarero, con solícita monotonía, rellena el vaso.
Supongo que bebo porque a veces no me recuerdo.
Lo apuro, recreándome, mas las imágenes no reaparecen, quedaron atrapadas en la araña del paladar.
El frío interior se ha desprendido de mi alma. Termino el vaso, uno más, recupero el aliento de la soberbia, me pongo la máscara del gesto airado y dejo atrás, en su rincón, mi reflejo pensativo de hombros gastados.
Supongo que no me olvido porque a veces bebo.
Las manos entrelazadas sobre la mesa, apoyo la cabeza y observo el horizonte a través del vaso. El hielo marca las siluetas en su plano real; el ocre del whisky me permite entrar en voces que, bajo lluvias centenarias, reclaman mi persona para forjarme. El aliento de tabaco guarda novilunios mientras almaceno desgarros en el paladar a cada sorbo de horas.
El frío exterior se ha prendido en mi alma, apuro el vaso, uno más, abandono el aliento de la soberbia y arranco la máscara del gesto airado.
Observo rostros en el fondo del cristal, mezclados con posos de alcohol que ofrecen una bruma de brillo a los momentos compartidos.
Relaciono aquellas miradas de gesto convexo, las enumero en vacíos y las guardo en un último sorbo que vierte amargura sobre la espalda.
Supongo que no recuerdo porque bebo.
En una esquina del velador, un vaso caído, el licor cae de la mesa como si su mármol llorase (una, dos, tres...) gotea contra las pisadas del suelo.
La ceniza se agota entre los dedos y el humo funde mis labios con nombres que la memoria no menciona; el aliento parece perderse en el vacío del vidrio arrastrando mis ojos entre sus formas.
Busco aliento. La piel parece desprenderse de mi ropa y recorrer el mármol del velador y sentir esas otras pieles.
Repito el gesto, el camarero, con solícita monotonía, rellena el vaso.
Supongo que bebo porque a veces no me recuerdo.
Lo apuro, recreándome, mas las imágenes no reaparecen, quedaron atrapadas en la araña del paladar.
El frío interior se ha desprendido de mi alma. Termino el vaso, uno más, recupero el aliento de la soberbia, me pongo la máscara del gesto airado y dejo atrás, en su rincón, mi reflejo pensativo de hombros gastados.
Supongo que no me olvido porque a veces bebo.
© ANTONIO LINARES FAMILIAR
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